Todos podemos sentir culpa o remordimiento por acción u omisión. ¿A qué se debe ese sentimiento y qué función tiene? Posibilidades de elaboración y superación.
¿Quién tiene la culpa de la culpa?
La culpa es una de esas emociones universales que todos, en algún momento, sentimos. Puede aparecer como un susurro incómodo o como un peso insoportable. A veces nos moviliza a actuar mejor; otras, nos encierra en un pozo oscuro del que parece difícil salir. Pero, ¿de dónde viene esa sensación tan poderosa? ¿Y qué hacemos con ella?
Hay quienes sostienen que la culpa fue construida e impuesta por la religión, especialmente en las tradiciones judeocristianas. Según esta mirada, no es una emoción natural, sino aprendida: un mecanismo de control para mantenernos dentro de ciertos límites morales, muchas veces sostenidos por el miedo al castigo divino. Desde chicos, muchos crecemos con la idea de que equivocarse es “pecar” y que eso requiere pagar un precio.
Pero otra perspectiva, desde la psicología evolutiva, propone que la culpa tiene un origen más profundo, incluso biológico. A lo largo de la historia evolutiva humana, aquellos individuos capaces de sentir culpa fueron más propensos a cuidar a los demás, a reparar el daño causado y a mantener relaciones sociales saludables. Es decir, la culpa podría haber sido seleccionada porque nos ayudó a convivir, a formar grupos más cooperativos y estables.
Sentir culpa, entonces, sería una muestra de nuestra capacidad de empatía, de reconocer que nuestras acciones tienen consecuencias en los otros. Por eso es importante aclarar qué pasa cuando esa capacidad está ausente. Las personas con estructuras psicopáticas, por ejemplo, no sienten culpa ni remordimiento. No porque sean “malas” en términos morales, sino porque presentan un modo de funcionamiento psíquico particular, donde la empatía está seriamente dañada o ausente. El psicópata puede causar daño sin sentir nada al respecto. No registra al otro como sujeto, solo como objeto de uso. En contraste, quienes sí sentimos culpa, incluso en exceso, estamos lejos de ese perfil. Sentir culpa, aunque incómodo, es también señal de salud mental.
Ahora bien, no toda culpa proviene de haber hecho algo malo. Muchas veces, lo que nos pesa es lo que no hicimos: las oportunidades que dejamos pasar, las palabras que callamos, los abrazos que no dimos, las decisiones que evitamos tomar. Este tipo de remordimiento también es una forma de culpa, más sutil pero igual de poderosa. Es el “¿y si…?” que nos persigue por las noches.
Pero es importante entender algo: no tenemos control total sobre nuestras decisiones ni sobre sus consecuencias. Vivimos atravesados por nuestros miedos, nuestros recursos emocionales, nuestras heridas. Cometer errores o no haber estado a la altura no nos convierte en monstruos. Negar nuestra falibilidad, creer que podríamos haber hecho todo perfecto, es una forma de omnipotencia infantil. Y muchas veces, la culpa excesiva es la otra cara del narcisismo: nos ponemos en el centro, creyendo que todo dependía de nosotros.
¿Qué hacer entonces con la culpa? En primer lugar, **escucharla**. A veces tiene algo para decirnos. Puede ser una oportunidad de aprender, de revisar, de crecer. Si hicimos daño, ver si es posible **reparar**. Si no es posible con esa persona, podemos **transformar** esa energía en algo positivo: hacer por otros, ayudar, acompañar, devolver algo al mundo. A eso se refiere el concepto de *pay it forward*: pasar algo bueno hacia adelante, aunque no podamos volver atrás.
También es clave hacer el **duelo por nuestras partes omnipotentes**, esas que creían que todo podía ser distinto si simplemente hubiéramos actuado “mejor”. Reconocer nuestra humanidad, nuestras limitaciones. Dejar de pelearnos con el pasado y comenzar a construir desde lo que sí podemos hoy.
Y para eso, a veces, hace falta ayuda. Poder hablar, procesar, ordenar lo vivido junto a alguien que escuche sin juzgar. Ahí entramos los psicólogos. No para decirte qué hacer, sino para acompañarte en el camino de entenderte, perdonarte y sanar.
Si hay algo que te duele, que te pesa, que no te deja en paz, no te lo guardes. No te hundas solo en pensamientos negativos que no ayudan a nadie —ni a vos ni a quien creés haber dañado. La culpa no tiene que ser una condena perpetua. Puede ser una puerta.
Escribime. Hablemos. Siempre se puede empezar de nuevo.