Las palabras que nos marcan: cuando una frase cambia la forma en que nos miramos

Autor: Jessica Rubio , 08/10/2025 (141 vista)
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Las palabras que nos marcan: cuando una frase cambia la forma en que nos miramos

A veces no es que no podamos, sino que empezamos a creer que no podemos. Desde niños, las palabras que escuchamos se vuelven la voz con la que nos hablamos toda la vida. Algunas nos limitan, otras nos liberan. Las palabras puede ser cadenas o alas. ¿Con cuáles estás eligiendo volar?

“No era que no pudiera, era que empecé a creer que no podía”

Desde que nacemos, las palabras comienzan a tejer el relato que dará forma a nuestra identidad.

Desde la infancia, cada palabra deja huella.

 

Cuando un niño escucha “confío en ti”, algo dentro de él se expande. Aprende a mirar el mundo con curiosidad y se siente capaz de enfrentarlo. Pero cuando escucha “siempre haces todo mal”, su mirada se encoge; su corazón empieza a protegerse, y su voz, poco a poco, se apaga.

 

Las palabras tienen un poder que pocas veces comprendemos.
No solo describen lo que somos: lo definen.
Nos enseñan quién creemos ser, cuánto creemos valer y hasta qué tan posible sentimos que es la felicidad.


Antes incluso de comprender su significado, las sentimos: en la voz que nos calma o en el tono que nos hiere. Las palabras son energía, moldean nuestra mente, nuestro corazón y hasta la manera en que nos miramos a nosotros mismos.

 

A nivel psicológico, las palabras son como semillas, algunas florecen en confianza, en calma, en amor; otras germinan en duda, miedo o culpa. Todo depende del suelo en el que fueron plantadas y del modo en que fueron dichas.

A veces, sin darnos cuenta, crecemos con lo que los psicólogos llaman “hilos ancla”:

palabras o frases que se clavan en el alma y nos atan a una forma de pensar o sentir.

Lo que escuchamos de nuestros padres, maestros o figuras significativas; incluso sin mala intención; se va grabando en lo más profundo del inconsciente. A veces son palabras dulces que nos impulsan: “Confío en ti”, “Eres capaz”, “Estoy orgulloso de ti”.
Y otras veces, son palabras que se clavan: “Sin mí no podrás”, “Eres un problema”, “Nunca haces nada bien”, “Cállate, no digas tonterías.”

Allí, en silencio, esas frases se convierten en creencias, como hilos invisibles y tan finos que ni siquiera los notamos y que tiran de nosotros toda la vida…pero que siguen ahí, moviendo nuestros pasos sin que lo sepamos y que seguirán guiando nuestra forma de pensar, amar y decidir; que seguirán atándonos a la necesidad de aprobación, a la inseguridad, a la sensación constante de no ser suficientes y repitiendo el mismo patrón de dependencia emocional una y otra vez.

Detrás de cada adulto hay un niño que escuchó ciertas frases y decidió quién debía ser para sentirse querido o aceptado. Algunos se convirtieron en fuertes y silenciosos; otros, en complacientes o exigentes consigo mismos. Algunos aprendieron a no pedir ayuda porque “molestar” era mal visto; otros se convencieron de que solo siendo perfectos serían amados.

Hay frases que no se olvidan. No importa cuánto tiempo haya pasado, siguen ahí, escondidas en algún rincón del cuerpo, listas para resonar cada vez que algo nos recuerda quién fuimos cuando las escuchamos.

Recuerdo el día en que le comunique a mis padres que sería mamá, a mi corta edad, en plena carrera universitaria, los 90´; mi madre me dijo: “Ya no eres mi orgullo, me has decepcionado”.
No fueron gritos, ni castigos, ni discusiones. Solo esas pocas palabras me perforaron. Desde entonces comencé a sentir que no era lo suficientemente inteligente, que fallar en algo era fallar como persona.
Y aunque pasaron los años, esas palabras siguieron conmigo, marcando la manera en que me exigía, la forma en que me veía.

De niña ya lo había sentido. No era muy extrovertida, me costaba relacionarme con los demás. Y cada vez que alguien se colocaba detrás de mí “para ayudarme”, lo que en realidad escuchaba era: no confían en que yo pueda hacerlo sola.”
Así, sin quererlo, las palabras y los gestos fueron construyendo una historia sobre quién era yo.

Con los años, entendí que muchas de las palabras que me dolieron no fueron dichas con maldad.
Mi madre no quería lastimarme; solo repitió lo que alguna vez escuchó de alguien más.
Y eso pasa con todos nosotros: sin notarlo, terminamos hablando desde las heridas que no hemos sanado, a vivir tratando de demostrar que sí podía, aunque dentro de mí hubiera una voz que repetía lo contrario.

Los psicólogos dicen que las frases más simples de la infancia pueden volverse guiones internos, una especie de voz que se repite dentro de la cabeza y guía nuestra conducta. Eric Berne, fundador del Análisis Transaccional, hablaba de los mensajes parentales que se transforman en mandatos de vida: “Sé perfecto”, “No confíes”, “No te equivoques.”
No son maldad; muchas veces nacen del miedo o del amor torpe de quienes tampoco aprendieron a hablar desde la confianza.

Lo que escuchamos se convierte en lo que creemos, y lo que creemos determina cómo vivimos.

Y cuando algo nos sale bien, todavía escuchamos aquella voz que dice: “¿segura que puedes?”

 

Sin embargo, también he descubierto que, así como una palabra puede herir, otra puede reparar.

Una frase nueva, dicha desde el corazón, tiene el poder de romper años de heridas invisibles.
Un “te entiendo”, un “me importas”, un “hiciste lo mejor que pudiste” puede abrir un espacio donde antes solo había culpa o vergüenza.
Porque las palabras no solo nombran, también transforman.

Cada vez que alguien nos mira con ternura y nos dice “lo estás haciendo bien”, algo dentro de nosotros se reordena.
Y cuando somos nosotros quienes elegimos hablar con amor, aunque haya dolor, comenzamos a cambiar la historia que un día otros escribieron por nosotros.

¿Te has escuchado?
A menudo repetimos las mismas frases que alguna vez nos dolieron, pero ahora dirigidas hacia nosotros: “soy un desastre”, “no sirvo”, “nunca lo haré bien”.
Sin querer, perpetuamos el mismo lenguaje que una vez nos limitó.

Nosotros mismos podemos ser esa voz que un día necesitábamos escuchar cuando éramos niños.

Y si no encontramos las palabras adecuadas, siempre podemos empezar por el silencio amable, por una mirada que diga “estoy aquí, te escucho, te entiendo”.

Y aunque no podamos cambiar lo que nos dijeron, sí podemos elegir qué palabras usaremos a partir de hoy.

Podemos convertirnos en la voz que sana, en la palabra que calma, en el mensaje que impulsa.
Podemos enseñar a otros —con nuestro ejemplo— que las palabras tienen peso, pero también alas.

Porque las palabras no solo describen el mundo; lo crean.
Y cuando cambiamos el modo en que nos hablamos, también cambia lo que creemos posible.

 

Hoy entiendo que mi madre no quiso herirme, que solo repitió lo que alguna vez le hicieron sentir. Pero comprenderlo no borra el efecto, aunque sí lo transforma. Me permite mirarme con ternura y entender que no era que no pudiera, era que había empezado a creer que no podía.

Recordar que detrás de cada mirada hay alguien que quizá aún carga con las frases que lo hicieron dudar de sí mismo.

Por eso, ahora elijo las palabras con más cuidado.
Porque sé que cada una puede ser semilla o piedra, refugio o muro.
Y porque también sé que todos, en algún momento, necesitamos escuchar una frase que nos devuelva la fe en nosotros mismos.

No son simples palabras. Son llaves.
Y a veces, son todo lo que alguien necesita para empezar a creer que puede volar.

Porque las palabras también curan, abrazan, despiertan y reconstruyen.
Una sola palabra dicha con amor puede cambiar el rumbo de un día, o incluso de una vida entera.

 

Y todo eso empezó con palabras.

Las palabras pueden ser cadenas o alas.
Y cada día tenemos el poder de elegir cuáles dejar volar.

Elige que las tuyas ayuden a volar

Cuídalas 

Y cuídate de repetir las que un día te dolieron

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