“La nueva barbarie: poder, trauma colectivo y la crisis de la libertad”

Autor: sara isabel montes franco , 14/10/2025 (102 vista)
Relaciones, Emociones y sentimientos, Depresión, Soledad
“La nueva barbarie: poder, trauma colectivo y la crisis de la libertad”

Una lectura que sigue vigente, urgente y profundamente humana.

El Corazón del Hombre en la Era de la Nueva Barbarie

Reflexiones sobre poder, trauma colectivo y la crisis de la libertad en el capitalismo neoliberal

 

“Los hombres son corderos que erigieron sus sistemas los grandes inquisidores y dictadores.”

— Erich Fromm, El corazón del hombre (1964)  

 

Esta frase lapidaria de Erich Fromm no solo condensa una crítica radical al conformismo humano, sino que devela una paradoja fundamental de la modernidad: la libertad conquistada se ha convertido en una jaula invisible. En un mundo donde la razón instrumental ha desplazado a la razón crítica, el ser humano no es ya sujeto de su destino, sino objeto funcional de un sistema socioeconómico que lo cosifica, lo fragmenta y lo aliena de su propia humanidad.

 

Fromm distingue entre dos tipos de agresión: la agresión benigna, reactiva y defensiva, y la agresión maligna, destructiva por sí misma, que surge no de instintos biológicos, sino de condiciones sociales patológicas. Esta última —la que alimenta guerras, violencia estructural, fanatismo ideológico y autodestrucción— no es natural, sino sintomática. Es el grito silencioso de un trauma emocional colectivo, fruto de una civilización que ha sustituido el cuidado por la productividad, la comunidad por la competencia, y el sentido por el consumo.

 

En el corazón del capitalismo neoliberal late una lógica perversa: el hombre ya no es fin, sino medio. Se le reduce a “recurso humano”, a “capital humano”, a “usuario” o “cliente”. Su valor se mide por su rendimiento, su disponibilidad, su adaptabilidad al cambio acelerado. En este contexto, la vida misma se instrumentaliza. El cuerpo se convierte en una máquina productiva; la mente, en una interfaz de datos; las emociones, en variables a gestionar. La cosificación del individuo no es un efecto colateral del sistema: es su condición de posibilidad.

 

Síntomas de una civilización enferma

Las consecuencias de esta alienación sistémica son múltiples y profundas. No se limitan a la esfera económica, sino que se infiltran en lo psíquico, lo relacional y lo político:

 

Violencia sistémica: no solo en sus formas explícitas (guerrillas, paramilitarismo, crimen organizado), sino en su versión estructural: pobreza, exclusión, racismo, misoginia, precarización laboral.

Patologías psíquicas en masa: ansiedad generalizada, depresión epidémica, trastornos de atención, adicciones digitales. Como señala Byung-Chul Han, vivimos en una “sociedad del rendimiento” que genera cansancio existencial, no por opresión externa, sino por la tiranía del “debo ser más”.

Conformismo pasivo: el individuo contemporáneo, lejos de ser un rebelde, es un consumidor obediente, un votante indiferente, un espectador de su propia vida. Fromm lo describe como un “hombre unidimensional” (término que Herbert Marcuse haría célebre): alguien que ha perdido la capacidad de imaginar alternativas porque ha internalizado los valores del sistema como propios.

Fanatismo y polarización: en ausencia de sentido, el ser humano busca identidades rígidas. El fundamentalismo religioso, el nacionalismo excluyente, el odio en redes sociales: todos son intentos desesperados de pertenencia en un mundo desencantado.

¿Estamos, entonces, ante una nueva barbarie? No en el sentido clásico de regreso a la selva, sino en una barbarie sofisticada, higiénica, incluso “ética”: aquella que justifica la explotación en nombre del progreso, la vigilancia en nombre de la seguridad, y la indiferencia en nombre de la neutralidad.

 

El poder que se reproduce: Foucault y la interiorización de la dominación

Michel Foucault, en Historia de la sexualidad I (1976), nos advierte que el poder ya no funciona solo por represión, sino por producción: produce discursos, verdades, sujetos. No se impone desde arriba; circula, se ejerce en cada relación, en cada institución, en cada gesto cotidiano. La escuela, la familia, el hospital, la empresa: todos son dispositivos que moldean cuerpos dóciles y almas útiles.

 

En este entramado, la libertad se vuelve ambigua. Se nos dice que somos libres para elegir: qué consumir, qué estudiar, con quién relacionarnos. Pero esas elecciones ocurren dentro de un marco predeterminado. La libertad neoliberal no es emancipación, sino responsabilización individual: si fracasas, es tu culpa; si sufres, es por tu debilidad. Así, la injusticia estructural se convierte en problema psicológico.

 

Fromm lo anticipó con lucidez:

 

“Realmente quien tiene una convicción bastante fuerte para resistir la oposición de la multitud, es la excepción y no la regla.”  

 

La mayoría prefiere la seguridad de la conformidad a los riesgos de la autenticidad. Y es ahí donde el sistema encuentra su mayor fortaleza: no necesita encadenarnos, porque ya hemos aprendido a encadenarnos solos.

 

El fascismo epistemológico y la muerte de la tradición humanista

¿Qué queda, entonces, de la tradición humanista? ¿Del ideal ilustrado de razón, dignidad, autonomía?

 

Hoy, esa tradición ha sido capturada, vaciada de contenido y reconvertida en discurso hegemónico. Se invoca la “libertad” para justificar la desregulación; la “igualdad” para negar las desigualdades reales; la “tolerancia” para silenciar las críticas radicales. Este es lo que podríamos llamar un fascismo epistemológico: no un régimen político explícito, sino una lógica del conocimiento que divide, jerarquiza y excluye bajo la apariencia de neutralidad.

 

Este fascismo no grita; susurra. No prohíbe; sugiere. No impone dogmas; naturaliza verdades. Y en ese proceso, silencia otras formas de saber: los saberes comunitarios, los saberes del cuerpo, los saberes afectivos, los saberes de los marginados. Solo cuenta como “válido” lo que es cuantificable, eficiente, rentable.

 

Así, la educación se convierte en formación técnica; la política, en gestión administrativa; la psicología, en corrección conductual. Todo lo que no sirve al sistema es descartado como “irrelevante”, “subjetivo” o “emocional”.

 

¿Hay salida? Hacia una ética de la resistencia

A pesar del diagnóstico sombrío, ni Fromm ni Foucault fueron pesimistas absolutos. Ambos creyeron en la posibilidad de la transformación. Pero esta no vendrá de tecnologías más avanzadas, ni de líderes carismáticos, ni de reformas superficiales. Vendrá de un cambio radical en la conciencia humana.

 

Fromm propuso el humanismo socialista: una sociedad basada no en la propiedad, sino en el ser; no en el tener, sino en el compartir. Una sociedad donde el trabajo no sea alienación, sino expresión creativa; donde la relación con el otro no sea competencia, sino solidaridad.

 

Foucault, por su parte, nos invitó a practicar la libertad como ética: a cuestionar las verdades impuestas, a inventar nuevas formas de existencia, a construir “estilos de vida” que desafíen las normas dominantes.

 

Hoy, esa resistencia puede tomar muchas formas:

 

Cuidar en un mundo que valora solo la productividad.

Pensar críticamente en una era de algoritmos y burbujas informativas.

Construir comunidad en una sociedad hiperconectada pero profundamente sola.

Reivindicar lo lento, lo inútil, lo sensible frente a la tiranía de la eficiencia.

Porque al final, como escribió Fromm, el corazón del hombre no está condenado a la destrucción. Tiene también la capacidad de amar, de crear, de trascender. Pero para que esa capacidad florezca, necesitamos romper las cadenas invisibles que nos atan a la lógica del sistema… y atrevernos a imaginar —y construir— otro mundo posible.

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