Mi historia comienza en Uruguay, y cuando pienso en ella, me llega la sensación de los adoquines bajo mis pies y las risas de los niños que jugábamos en la calle Zorrilla. Mis primeros recuerdos también encuentran los escondites en las laberínticas galerías de COVINUVI soñando con viajar por las vías desde la ruta 14 hasta las orillas del Río Yí.
Crecí bajo la presencia de un cielo abierto, y juegos en la naturaleza, saltando sobre las raíces del Ombú, haciendo pajaritos con flores del Ceibo; maravillado por cómo se inclinan los Plátanos de una larguísima Avenida Churchill de la ciudad de Durazno; contemplando la luz que atraviesa la alta y verde diversidad del Parque Centenario y gozado cubierto por la poderosa y fresca sombra de Parque Lavalleja en Trinidad.
A mediados de 2002, mi vida emprendió un viaje trasatlántico. Tenía la ilusión de ser casi un explorador, como un Indiana Jones en busca de la tierra prometida, esperando vivir una larguísima aventura. Sin embargo, el proceso migratorio también trajo consigo la ansiedad y el nerviosismo. Conservo una escena con mucho dolor: la de la despedida, el adiós a la familia y a los amigos que son familia. Durante mucho tiempo me conté que de niño lloraba porque los demás lloraban, pero hoy tengo conciencia de que no era tan así. Ese niño que era yo, tocó una emoción tan poderosa que, desde el entendimiento, no era capaz de procesar.
El mayor desafío al llegar a España fue volver a hacer amigos. Ya había sido "trasplantado" varias veces en mi infancia, pero en la transición a la adolescencia, la vida se entiende de forma diferente. La amistad se vive con una lealtad casi sagrada, y hay amores que parecen insustituibles. Empezar de nuevo fue un desafío importante.
Fue aquí, en Sevilla, donde volví a echar raíces, y son muy profundas. Como las del Ombú, algunas son grandes, fuertes y fácilmente visibles; así es el vínculo que tengo con mis amigos más cercanos, la familia que se elige. Otras raíces son menos visibles, como nudos de madera que parecen brotar de la tierra y se pierden por ahí; son los amigos de "esos tiempos de la universidad" que me dieron un sustento vital. Y hoy, nuevas raíces crecen hacia un lugar muy profundo dentro de mí: "nueva tribu", los compañeros y terapeutas de la escuela gestáltica sevillana Jera. Este espacio me está permitiendo sanar como árbol y crecer con vínculos que prometen ser muy fuertes, dándome la oportunidad de que mi sombra pueda ser el refugio de muchos. Y, por supuesto, mi pareja, otro gran árbol que crece a mi lado, con raíces que se tocan y se abrazan, haciendo que esta vida, que es pradera, esté siempre en primavera.
Mirando atrás, creo que mi vocación siempre estuvo ahí. Desde adolescente se me daba bien escuchar y me decían que no juzgaba, lo que hacía que amigos e incluso adultos me compartieran su mundo interior. Más tarde, me interesé por la filosofía y la psicología como "un tema serio" para así entender cómo funciona el pensamiento humano, qué son y de donde vienen los comportamientos, sin saber que era el inicio de un viaje para entenderme más a mí mismo.
Toda esta historia, con sus múltiples hogares —Uruguay, Canadá, España, Alemania—, me ha dado el regalo de conocer distintas formas de vida y de estrechar relaciones con muchísima gente linda. Esta vivencia está presente en mi forma de hacer terapia. Mi rol no es otro que el de estar al servicio: disponible en mi entera presencia para ofrecer una escucha atenta, libre de juicio, y acompañar el movimiento de aquél que llega buscando un refugio y la libertad de ser.